Luego de la sorpresiva suspensión de actividades de USAID en todo el mundo, empezaron a conocerse las justificaciones de DOGE, el Departamento de Eficiencia Gubernamental a cargo de Elon Musk, para promover el desmantelamiento de la Agencia.
Medios internacionales denunciaron (con base en información entregada por la Casa Blanca) los supuestos gastos exorbitantes que la agencia hizo en todo el mundo, incluido Colombia. Mencionaban, con asombro, de cómo se desperdició el dinero en “¡apoyar a organizaciones LGBTI!”, “¡desarrollar programas de equidad de género para personas migrantes!” y “¡proteger a líderes amenazados!”. Cada una de estas labores, presentada prácticamente como si hubiera sido preferible tomar el dinero y haberlo botado a la basura.
Y no es solo en Estados Unidos en donde esta lógica de austeridad mal entendida está tomando fuerza. En Argentina, el presidente, Javier Milei, ha recortado drásticamente los presupuestos de sectores como la ciencia y la tecnología, la niñez, la educación y la salud, con su política de la motosierra (imagen que en Colombia tiene connotaciones mucho más aterradoras).
Ha sido tan exitosa esta ‘narrativa’, que para una parte de la opinión pública este tipo de programas, dirigidos a proteger a los más vulnerables ya es visto como un sinónimo de corrupción, o como un crimen en sí mismo, lo que es muy preocupante.
¿Es en realidad el trabajo que se hace por los más vulnerables un derroche de recursos?
Sin duda, invertir adecuadamente los recursos del Estado debe ser una preocupación de todas las personas. No solo de los funcionarios, que deben responder incluso penalmente por ello, sino de toda la sociedad.
Pero esto se refiere más a la forma como se inviertan los recursos, qué actividades son verdaderamente efectivas y cuáles no o qué controles existen para que el dinero llegue realmente a quienes lo necesitan.
No puede negarse que en muchos de estos programas hay con frecuencia casos en los que se desperdician los recursos, pero eso no significa que los programas en sí no sean necesarios, no mejoren la situación de las personas que enfrentan situaciones más difíciles, les permitan a otras salir adelante y ayudar a otros, y, en últimas, hacer sociedades menos desiguales.
¿Por qué tiene que estar invirtiendo Estados Unidos recursos en familias con hambre en Sudan, en víctimas de violencia de género en México o en protección de líderes sociales en Colombia?, se preguntan quienes reniegan de estos programas.
Pues porque estos programas contribuyen a un mundo más estable, con menos conflictos, lo que a la larga se traduce en una menor inversión en seguridad, en menos tropas regadas por todo el mundo y en menos policías o agentes de inmigración teniendo que hacer redadas en las calles.
Si se quieren recortar los gastos del Estado por qué no se revisan los que se hacen en seguridad, que son la mayor causa del gran déficit que existe en Estados Unidos, o de paso, por qué no se cubren los vacíos legales que permiten que los ciudadanos evadan los impuestos que les corresponden.
Más allá de la discusión presupuestal, lo que no se puede permitir es que haga carrera la idea de que trabajar por una sociedad más incluyente, más respetuosa de los derechos de las personas sea equiparada con una actividad criminal.
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